Los límites de la libertad de expresión

Últimamente estoy desmotivada para escribir en mi blog; es tal el nivel de distopía que vivimos que no me da la vida para reflexionar sobre el acontecer diario. Me duele y me desgasta el nivel de polarización y visceralidad en determinados asuntos, no soporto los mal llamados debates, plagados de insultos y descalificaciones personales. Creo que asistimos a un momento histórico preocupante. La crisis social derivada de esta pandemia mundial nos va a pasar una factura muy alta, si arrastrábamos niveles de desigualdad y pobreza intolerables, a partir de ahora se agrandan. La acumulación de riqueza de lOs más ricos es indecente, la pobreza de lAs más pobres, sangrante; la aporofobia, el racismo y el machismo son una combinación peligrosa. 

En estas últimas semanas hemos asistido a hechos que nunca pensé que vería: el resurgimiento de la Sección Femenina, liderada por una joven nacida en democracia, no en dictadura como yo, que sí nací en los últimos coletazos del franquismo y me eduqué con lecturas tan “edificantes” como las que figuran al pie de este post. Dicha joven suscitó en redes sociales infinidad de memes, considerándola algo anecdótico y disparatado… También al principio consideramos al partido de la ultraderecha algo “anecdótico” y ahí están, con 52 diputados/as. No podemos subestimar al fascismo; no podemos pensar que tenemos una democracia fuerte y consolidada cuando resurge el aguilucho en cuanto nos descuidamos. El odio alimenta al fascismo, el fascismo alienta el odio, la división, la polarización,… especialmente entre los grupos más vulnerables. Si en Canarias hay pobreza, culpamos a los/as inmigrantes; para qué vamos a ir más allá analizando las causas estructurales de la desigualdad y poner el foco en cómo se reparte la riqueza, y el modelo económico neoliberal que agranda las brechas e injusticias sociales. No, esos análisis no, resulta más fácil y rápido poner el foco en los y las diferentes, obviando lo que se oculta detrás. Igual sucede con el machismo, para los “incel” o los “comumachos” (da igual el tipo de masculinidad hegemónica), las mujeres somos las culpables de todos sus males; para qué se van a cuestionar su misoginia interiorizada o su falta de competencia socioafectiva, lo cómodo y sencillo es señalar a “las otras”. La construcción del “otro”, de “la otra”, como enemigo es algo a lo que he hecho alusión en otros artículos. Ha sido una estrategia común en todas las guerras y esta no iba a ser diferente. Porque sí, libramos una guerra distinta, más sofisticada pero muy dañina. Afortunadamente esta vez no morimos en los campos de batalla, pero sí hay nuevos terrenos de lucha, virtual en este caso. Los medios de comunicación y las redes sociales se han convertido en una nueva arma de destrucción masiva; nos quedamos con los titulares (en ocasiones muy tendenciosos), no profundizamos en contenidos, no hay debates serenos y diálogos constructivos, estamos en la política del “y tú más”, “o estás conmigo o contra mí”. Y sí creo que hay cuestiones en las que los posicionamientos son claros (defensa de la igualdad, libertad, democracia, justicia social, derechos humanos,…) pero a qué precio. ¿Es justificable defender unos valores dañando a otras personas? ¿La libertad de expresión lo ampara todo, incluso expresiones machistas, racistas, lgbtifóbicas,… sólo porque no se han traducido en agresiones físicas? No, rotundamente no. No sólo daña quien da un puñetazo, las palabras también duelen y creo que tenemos que cuidar lo que expresamos y cómo lo expresamos. La disidencia es legítima, pero hay que cuestionar hechos, no atacar personas. Hay que discrepar con argumentos, no con insultos. Se retrata quien lo hace de esta manera, se retrata quien convierte la vulneración de los Derechos Humanos en respuesta a deseos personales.

Cuando escribía este post, las redes me volvieron a recordar una frase del gran filósofo Emilio Lledó que dice: A mí me llama la atención que siempre se habla, y con razón, de libertad de expresión. Es obvio que hay que tener eso, pero lo que hay que tener, principal y primariamente, es libertad de pensamiento. ¿Qué me importa a mí la libertad de expresión si no digo más que imbecilidades? ¿Para qué sirve si no sabes pensar, si no tienes sentido crítico, si no sabes ser libre intelectualmente? Pues eso, las palabras hay que pensarlas y sentirlas, no basta con vomitar la rabia o el malestar (lo emocional), la cognición es fundamental, el análisis racional, profundo, meditado y contrastado de los hechos. Libertad de expresión sí, pero dañar a las personas no.

Amenazar, insultar, vejar, ultrajar,… a personas es delito, lo haga un rapero chachiprogre o un ultrafacha. ¿Es la cárcel la solución? Por supuesto que no. ¿Tienen que tener consecuencias? Por supuesto que sí. Tenemos que inventar fórmulas sancionadoras que no pasen por el encarcelamiento ante determinados tipos penales; soy poco “carcelaria” y sólo justifico el encierro de violadores, asesinos, torturadores, tratantes de personas, narcotraficantes potentes y maltratadores (especialmente si son reincidentes)… (espero no olvidar a nadie: con los destructores del planeta me lo cuestiono, pero creo los pondría a reforestar sin parar). Considero que hay delitos reeducables y sancionables fuera de prisión; el tema penitenciario no es mi especialidad, pero sí creo que se puede invertir en alternativas consecuenciales que beneficien a la comunidad, que fomenten en los delincuentes mayor empatía y que no supongan un desangre al erario público, manteniéndolos entre rejas.

Y hay que invertir en prevención, en cultura del buentrato, quizás si nos tratáramos con más amor y menos odio, el mundo sería diferente, tanto el online como el offline; así podríamos dedicar la vida a hacerla más sostenible y armoniosa, en lugar de enzarzarnos en soflamas insultantes destructivas. Construyamos más libertad, de pensamiento y de expresión, no dañina.

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